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Lecciones de un búho sabiondo

-Abraza tu corazón- le dijo el búho ­–hasta los platos más exquisitos son rechazados por los mejores comensales-

- Pero... - interrumpió la ardilla.

- Es que no nacimos para agradar ­–continuó el búho- no te desanimes. La búsqueda de agrado es solo la necesidad de validación que alimenta la falsa cara de nuestra personalidad. ¡Por el contrario! – exclamó el búho mientras llamaba con un palo la atención de la ardilla que se había distraído con un renacuajo- agradece el rechazo, solo en él, y el dolor que sientas al vivirlo, conocerás el verdadero camino a la felicidad.

- ¡¿Cómo puede ser eso?!- preguntó asombrada la ardilla mientras renegaba con la cabeza - ¡En qué mundo el dolor y la felicidad van de la mano! ¡Absurdo! - gritó una voz interior.

-No lo juzgues, ardilla- repitió el búho con paciencia- Creerás que estoy loco- continuó mientras la ardilla acentuaba con la cabeza - ¡pero no lo estoy! Verás – dijo, y recostó a la ardilla contra el tronco de aquel viejo árbol en el que vivía, y tapándola con las hojas naranja que estaban en el piso, le contó un cuento.

Hace muchos años en el bosque vivió un cabro. Nadie nunca supo cómo llegó, pero un día apareció brincando. Era tal la sorpresa de los animales al verlo que era difícil que se le acercaran. Sus cuernos, aunque encorvados, parecían dos grandes flechas que perseguían a quienes se les cruzaran por enfrente.


Durante sus primeros días en el bosque saludaba continuamente a todos los animales que se encontraba en su camino -¡Buenos días Señor Oso!; ¡Buenos días Señora Venado!; ¡Buenos días Doña culebra!- sin que ninguno de ellos le devolviera siquiera una mirada.

Cuando veía a todos los animales jugando se acercaba brincado de felicidad para jugar con ellos, pero todos daban la vuelta y salían corriendo.


A la hora de comer, se acercaba, y de manera amable, les ofrecía a todos los animales aquello que tuviera entre las manos, pero al igual que siempre, todos salían corriendo sin siquiera darle las gracias.


Un día, cansado del rechazo que sentía por los animales del bosque, decidió comenzar a dejar de buscarlos. Triste por no tener con quien compartir, se pasaba el tiempo mirándolos desde lejos deseando poder divertirse con ellos.


Pasaba tanto tiempo sentado el cabro, que el dolor de las piernas lo obligó a construir una silla para que los días largos en los que se quedaba sentado se hicieran menos tortuosos de lo habitual.


Una vez tuvo la silla, descubrió que le hacía falta una mesa para poner sus cosas a la altura de la silla; y cuando tuvo la mesa quiso construir un techo que lo protegiera del sol y la lluvia.


Y así se le fueron pasando los días pensando en qué más podía construir para estar más cómodo.


Sin darse cuenta, el cabro había dejado de pensar en los animales del bosque. Se divertía tanto construyendo sus cosas que los juegos de los otros animales ya no le interesaban.

Un día, mientas descansaba en la silla que había construido, descubrió cómo, a lo lejos, los animales del bosque habían parado de jugar para ver lo que él había estado construyendo. Sorprendidos, comenzaron a acercársele con cautela para ver su reacción.


Como el cabro ya no tenía la necesidad de jugar con ellos, sonrió y siguió descansando, como si su presencia fuera parte del entorno natural que lo rodeaba.


- ¡Hola! - Oyó que le decía una voz tímida desde muy lejos – ¿Puedo acercarme? -

- ¿Me- me- me hablas a mí? - titubeó el cabro sin saber qué contestar

- Sí, sí, a ti ¿Puedo acercarme?


De repente aparecieron brincando tres conejos, todos con las orejas igual de largas, pero de colores diferentes.


- ¡¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?!, preguntó uno de ellos. -Nunca habíamos visto algo semejante- dijo, mientras señalaba la construcción del cabro. ¿Quién eres tú?

- Hol… intentó saludar el cabro con dificultad.

- ¡No importan esas preguntas! -, lo interrumpió otro de los conejos ¿Nos enseñarías a hacerlo? Le preguntó entusiasmado al cabro mientras los otros dos sonreían.

- ¡Po- por supuesto! Contestó emocionado el cabro.

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