Y todos los días amanecía igual: llena, pesada, pero a la vez se sentía vacía. Intentaba llenarse, pero se derramaba y terminaba empapada. Algunas veces, después de muchos intentos y largos ratos de meditación aceptaba que, aunque no lo creyera, debía estar llena pues no era posible que no se pudiera rellenar; y lo superaba y creía ser feliz por un tiempo. Unas veces la tranquilidad le duraba más que otras, pero siempre volvía a caer en la frustración del vacío.
No había qué la llenara ni quién la convenciera de que ya estaba llena. Aceptó su condición de desequilibrio y vivió a la sombra de la frustración todos sus años sin que nadie lo notara. Para el mundo era la botella más completa de todas.
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